viernes, 6 de enero de 2017

Este año, AHORA SI…


Voy a empezar a ir al gym....para pagar la membresía, ir la primera semana del año, y nunca más volver a aparecerme.


Voy a bajar de peso y seguiré la dieta al pie de la leta…y a los pocos días de comer pura lechuga nos estamos atascando una pizza entera nosotros solos.


Van 6 días del 2017 y probablemente muchos ya nos desviamos del camino de lograr nuestros objetivos. Nimodo, tendremos que esperar al siguiente año, a ver si ahora sí los cumplimos.


¿Les suena familiar? Creo que demasiado.




¿Por qué somos así? ¿Por qué nos cuesta tanto trabajo tener la fuerza de voluntad de resistirnos a esa cucharadita de pastel? ¿Por qué es tan difícil pelear contra esa flojera que ahoga nuestra motivación de salir a correr en vez de quedarnos agusto viendo Netflix en la comodidad de nuestra amada cama?




La respuesta es simple, aunque no muy analizada: la gratificación instantánea.  


Primero que nada, hay que ponernos en un contexto del que ya se ha hablado demasiado: la era del mundo digital. Todos tenemos redes sociales, navegamos el internet más de lo que deberíamos, usamos aplicaciones y teléfonos inteligentes para hacer nuestra vida  más fácil,  todo con un último objetivo: ganar tiempo.




Estamos acostumbrados a tener todo con un simple click. En un instante. Puedo sacar mi celular, y en menos de 10 segundos puedo acceder a una amplia selección de películas, una base de datos de libros de cualquier tema, videos, mensajes de texto, juegos, mapas, etc. Lo que sea que se me ocurra, lo voy a encontrar, pues probablemente ya existe la aplicación.


No importa dónde y cuándo. Lo voy a obtener al instante. ¿Quiero comida ahorita mismo? Para eso están las cadenas de comida rápida. ¿No quiero hacer fila en Starbucks? Pago mi café desde casa y solo llego a recogerlo. ¿Necesito un taxi? Pido un Uber y en dos minutos ya estoy en ruta. ¿Quiero salir con alguien en este momento? Abro una aplicación que me conecta con otro usuario que está a menos de 1 kilómetro de distancia. ¿No quiero hacer fila en el super? Yo mismo hago mis compras en una caja autopago. ¿Quiero bajar de peso? Hago la dieta maravillosa de 3 días.


Todo tiene que ser lo más rápido posible. No hay tiempo para esperar. No hay tiempo para leer esta oración con calma y detenimiento, mejor veo los memes para saber de qué está hablando Alejandra y decirle que sí leí su artículo. Y en lo que leíste esta frase, ya checaste tu Facebook y tu correo porque no pudiste resistir la tentación de ver que hay detrás de ese número “1” rojo que te atormenta.




Estamos en una cultura obsesionada con el multitasking, y nos sentimos orgullosos de hacerlo. Mientras más actividades hagamos al mismo tiempo, nos sentimos más capaces, sin importar que han publicado una cantidad incontable de estudios que comprueban que el multitasking solo provoca que las actividades se realicen de forma torpe.


Sin embargo, sentimos esta necesidad de saber las cosas YA. Ahorita ya. Recibimos tanta información al mismo tiempo que, la verdad, no importa qué tan inteligente seas, no vas a ser capaz de procesarla toda. Y menos si estás enfocado en más de una actividad en el mismo momento.


Y luego, cuando no tenemos eso que queremos al instante, explotamos. Estoy intentando descargar una película, pero nada más no se carga, pues mejor me pongo a hacer algo más porque ¿cómo podría dedicar 5 minutos de mi día esperando ver solamente una película cuando podría estar checando mis 5 redes sociales, hablando por teléfono con mi mamá y haciendo tarea?


Las empresas, por supuesto, aprovechan esta necesidad que se ha vuelto tan inherente.  Amazon ya empezó a mandar paquetes con Drones para que lleguen el mismo día. Si el servicio al cliente no está disponible las 24 horas, no se la van a acabar con nuestras quejas. Si queremos internet rápido, hay que pagar por ello. Si no tenemos la paciencia para ver comerciales, nos suscribimos a una plataforma que solo nos de contenido a la más alta velocidad. No hay tiempo para la trivialidad que es la espera.


Ramesh Sitaraman, un profesor de computación en UMASS AMherst, examinó los hábitos de uso de internet de 6.7 millones de usuarios y descubrió que lo máximo que estaban dispuesto a esperar a que se cargara una página era dos segundos, después de eso, empezaban a abandonar la página. A los 10 segundos, la mitad de los usuarios probablemente ya estaba realizando otra actividad.


No tenemos paciencia. La tecnología, usada para mal, nos ha dado a entender que ya no debemos esforzarnos para obtener lo que queremos, ya no estamos acostumbrados a ello. Nos enojamos cuando contactamos a alguien y no nos contesta al segundo. No podemos dejar el celular un minuto, ni cuando estamos comiendo con nuestros amigos, ni cuando estamos en una conferencia, ni cuando estamos en el cine, porque no queremos perdernos de qué es lo que está pasando en este preciso instante en el mundo. Cuando estamos haciendo del baño y se nos olvida nuestro celular….ufff, qué manera de sufrir.




Después viene el momento cuando por alguna u otra situación, nos privan de nuestras pantallas. Como cuando algún profesor nos hace guardar el celular, creo que no tengo que ponerme a explicar la ansiedad que nos da estar separados de nuestros queridos celulares.  Y cuando no recibimos likes y comentarios a la hora de que publicamos una de nuestras fotos, en estas situaciones, es horrible, la mejor solución debe ser borrar el post! O cuando se va el internet…ni el fin del mundo parece tan dramático. Estamos tan entrometidos en la necesidad de la gratificación instantánea que empezamos a descuidar nuestras relaciones personales y a nuestra propia persona, que si se le dedica tiempo, nos va a proporcionar una gratificación a largo plazo.


Así como esperamos encontrar el mejor restaurantes cerca de nosotros en un abrir y cerrar de ojos, también esperamos que se cumplan nuestros objetivos. Esperamos cambiar de un día para otro, esperamos que otras personas cambien tan rápido como se carga una página web. Recuerden que Roma no fue construida en un día.


¿Y a qué hora voy a darme tiempo para respirar, para reflexionar en mi día y en cómo puedo mejorar la relación conmigo misma y con los demás? ¿Cómo voy a crecer y desarrollarme si ni siquiera tengo tiempo para analizar qué es lo que estoy haciendo bien y qué es lo que estoy haciendo mal?


Precisamente ayer intenté meditar por primera vez, y a los 5 minutos de mi meditación no me sentía relajada. Empecé a pensar: esto no sirve de nada, estoy respirando profundo y solo me siento más alterada. Estaba meditando para cumplir una meta, y quería cumplirla ya para sentirme bien por haberlo hecho. Hice el intentó de practicar la paciencia y de hacer meditación para mí y para mi bienestar. Les prometo que me pude relajar muy fácil después de eso.




Entonces, volviendo a nuestras metas del año nuevo. Hay que entender la presión de la sociedad actual que transmite el mensaje que si algo no es rápido no vale. Y no es que no seamos capaces de cumplir nuestros objetivos, sino que se nos ha enseñado que los resultados tienen que ser instantáneos. Y les prometo, todo lo que vale la pena en la vida toma mucho tiempo. Y no estoy hablando de meses, sino de años.


Así que si estás haciendo la dieta milagrosa de bajar 7 kilos en 7 días, y no los bajas, no significa que tu esfuerzo no sirvió de nada. Veamos cuál es tu perspectiva en 7 meses. Si te acabas de graduar y aún no has conseguido el trabajo de tus sueños, no significa que todo los años que dedicaste estudiando fueron tirados a la basura. No es hora de tirar la toalla solo porque no estamos recibiendo gratificación instantánea. No es tiempo de salirse del camino y de buscar otro. Lo bueno toma tiempo, lo bueno toma esfuerzo.


Imagínate que tu meta está en la cima de una montaña, y tu estás abajo. Muchas veces se nos olvida que tenemos que subir la montaña para llegar a la meta, y nos frustramos, por lo que decidimos quedarnos en el mismo lugar en el que estábamos. Ten paciencia contigo mismo y con tu desarrollo personal, al igual que con el crecimiento de las personas que te rodean.


Probablemente las metas que te estás poniendo este 2017 no las vas a cumplir hasta el 2019 o el 2023, y eso no tiene nada de malo, es un proceso que debe seguirse. No tenemos que seguir dejando que el tiempo nos esclavice, al contrario, aprendamos a usarlo a nuestro favor.


No intentes comerte el mundo cuando no puedes ni disfrutar una comida con tu familia porque ya no aguantas las ganas de checar las notificaciones de tu teléfono.  Que tu meta de este 2017 sea, antes que nada, practicar la paciencia, y te prometo que vas a ser exitoso en todo lo que te propongas una vez que entiendas lo mucho que vale el tiempo. Si pensamos y actuamos a largo plazo, obtendremos resultados a largo plazo.




Así que, antes que sientas que lo que estás haciendo no está funcionando en absoluto, recuerda que la vida no funciona igual que las redes sociales ni que las maravillosas aplicaciones que nos resuelven tantos problemas. Por último, les deseo un año lleno de logros y lindas experiencias! Hasta la próxima.


Alejandra Cerecedo Reyna

martes, 13 de diciembre de 2016


Desde el momento en que se nace, se tiende a imitar, de forma natural, a otros seres humanos. Se imitan gestos, expresiones, palabras, deseos y valores, y esta simple acción vuelve a los individuos tan parecidos que los lleva al borde del conflicto. Se empieza a desear lo que los demás tienen, a tal grado que todos quieren lo mismo, sin importar que solo puede ser obtenido por unos cuantos. Por ejemplo, solamente uno puede ser el jefe, el más rico del grupo, el más talentoso en cierta área, el más atractivo, etc. Entonces, se empieza a considerar al que tiene lo que uno quiere como el enemigo, incitando a acciones competitivas y problemáticas cuyo fin es obtener eso que se desea. Es cuando se presentan estas discrepancias que entra la autoridad.  Esta regula y administra los problemas entre individuos con el objetivo de asegurar una convivencia armoniosa y ordenada. Si no se cumple lo que la autoridad dice, habrá consecuencias. La autoridad tiene la función de supervisar que los límites establecidos por la sociedad se cumplan para evitar situaciones que afecten y dañen a terceros.

Por otro lado, existen puntos de vista que difieren a este orden. Los anarquistas, según Savater (1992), insisten que cada quien debería de actuar de acuerdo con su propia conciencia, y por lo tanto, no reconocer ningún tipo de autoridad. Afirman que la existencia de la autoridad es la culpable de que exista la esclavitud, los abusos, la explotación y las guerras. El ideal anarquista es el siguiente: que cada uno haga lo que quiera hacer, obedeciendo solamente a la bondad del ser humano, la cual propicia la cooperación y el apoyo mutuo. Sin embargo, si a una persona se le antoja violar a la esposa de su vecino y robarle todas sus pertenencias, no habría un poder para regular tal acción, y es por eso que es tan necesario algún tipo de regulación, y por ende, una autoridad que la lleve a cabo.

En la actualidad, la autoridad se encuentra presente en todos los aspectos de la vida cotidiana. Por ejemplo, en el hogar, el mando lo tienen los padres de familia. En la escuela, los maestros y directivos. En la medicina, los especialistas. En el gobierno, los políticos. En la nación, el presidente. Y la lista sigue, pues en donde existe un grupo de personas, también está presente una serie de regulaciones vigiladas por una figura que juega el papel de la autoridad, pues si no, tanto las diferencias y similitudes de pensamiento llevarían al caos.

Estas figuras adquieren su importancia porque tienen acceso a información y al poder, por lo que tiene mucho sentido estar de acuerdo con los deseos de autoridades formalmente constituidas (Cialdini, 2001). Entonces, las personas empiezan a obedecer de forma casi inconsciente, pues la mayoría de las veces, lo que se decide por este grupo distintivo es lo que le conviene a la mayor parte de las personas. Lo peligroso es que, es muy poco probable que se cuestionen estas decisiones, pues se tiene fe ciega en que la autoridad sabe exactamente qué es lo que está haciendo. Por ejemplo, es muy probable que si un policía toca la puerta de tu casa y te pide que si puede entrar a inspeccionar, digas que sí por el simple hecho de que es una autoridad, y por lo tanto, debe de haber una razón detrás de su petición.

Distintos psicólogos se dieron a la tarea de explicar este fenómeno. Stanley Milgram condujo un experimento cuyo propósito, supuestamente, era estudiar los efectos del castigo en el aprendizaje. Milgram, tras poner un anuncio en el periódico, le explicó a 40 sujetos por separado que su trabajo era enseñarle a un estudiante, que se encontraba en el cuarto adyacente, que memorizara una lista de pares de palabras, y que cada vez que el alumno cometiera un error, este debía castigarlo dándole electroshocks pulsando una palanca en una máquina. Había 30 niveles de shock, variando desde el menor, de 15 volts, hasta el máximo de 450 volts. Lo interesante del experimento fue que el alumno en realidad era un actor, y que la persona siendo investigada era el sujeto que iba a decidir si aplicar o no las descargas.


Los experimentadores esperaban que no más del 3% no dejaría de hacer las descargas, pues creían que si lo hacían tendrían que estar marcados por tendencias psicóticas. Para su sorpresa, más del 60% de los sujetos obedecieron las órdenes del experimentador y continuaban dándole al alumno electroshocks, a pesar de que este gritaba que se detuviera. Casi todos los participantes mostraron signos de tensión, incluso hubo 3 de ellos que tuvieron ataques largos e incontrolables. A pesar de mostrar indicios de incomodidad, los 40 sujetos obedecieron hasta los 300 voltios y 20 de los 40 siguieron dando descargas hasta el máximo nivel (Milgram, 1963).

Este experimento demostró que muchas personas están dispuestas a obedecer órdenes que discrepan con sus principios morales y a cometer actos que ellos, por su propia iniciativa, nunca harían. Sin embargo, cuando existe una autoridad que se considera que tiene credibilidad, se le pasa la responsabilidad a esta y se le permite definir qué es lo que es correcto e incorrecto, sin importar las consecuencias.


Casi una década después, Philip Zimbardo (1973), construyó una prisión simulada en el departamento de psicología de Stanford con el fin de entender si la brutalidad reportada sobre los guardias de prisiones estadounidenses se debía a personalidades sadistas de estos o si estaba más relacionado con el ambiente de la prisión. Zimbardo, igual que Milgram, puso un anuncio en el periódico, y posteriormente, recibió más de 70 solicitudes. A cada uno de estos sujetos se les realizó una prueba de personalidad para eliminar a los candidatos que presentaron problemas sicológicos, algún tipo de discapacidad y/o historial de crimen y droga. El experimento se llevó a cabo con 24 estudiantes, todos hombres, que serían remunerados con $15 dólares diarios por participar en el experimento.

Los participantes fueron asignados, al azar, el rol de prisionero y guardia. Los guardias trabajaban en grupos de 3 en jornadas de ocho horas. Los prisioneros fueron distribuidos tres por celda. El simulacro fue tan real que incluso se implementó un cuarto de confinamiento solitario. El experimento inició cuando los prisioneros fueron arrestados en sus hogares sin previo aviso, para después ser llevados a la estación. Al llegar, fueron desnudados, se les privó de todas sus pertenencias y se les asignaron uniformes con un número impreso. También tenían una gorra de nylon apretada para cubrir su cabello y una cadena alrededor de un tobillo. Por otro lado, los guardias estaban vestidos en uniformes idénticos, y portaban un silbato y un garrote. También usaban lentes de sol, para que el contacto visual con los prisioneros fuera imposible. Los guardias fueron instruidos de hacer lo que creyeran necesario para mantener el orden en la prisión, sin embargo, se prohibió la violencia física.


Al pasar unas cuantas horas, los guardias comenzaron a agredir a los prisioneros. De un segundo para otro, adquirieron un comportamiento brutal. Se burlaban constantemente de los prisioneros y los obligaban a llevar a cabo tareas sin sentido. A su vez, los prisioneros también empezaron a adquirir comportamientos específicos. Hablaban todo el tiempo sobre cuestiones relacionadas a la prisión y comenzaron a tomarse las reglas de la prisión muy en serio, como si estuvieran ahí para su beneficio y el romperlas desataría un caos. Incluso hubo algunos prisioneros que se aliaron con algunos guardias contra los que no obedecían las órdenes de estos. Los prisioneros se volvían cada vez más dependientes y sumisos, provocando que los guardias los trataran de forma aún más agresiva.

Al segundo día, los prisioneros se revolucionaron y hicieron una barricada dentro de las celdas, usando sus colchones para prohibir el paso de los guardias. El castigo fue severo: los guardias, usando un extinguidor, destruyeron la barrera y después obligaron a los prisioneros a desnudarse. Los líderes de la revuelta fueron colocados en solitario. Este suceso volvió a los guardias aún más violentos, a tal punto que el prisionero #8612 tuvo que ser liberado al ver que comenzaba a presentar indicios de una depresión severa. Los comportamientos de los guardias y el efecto que tenía en los prisioneros fue tan grave que el experimento se detuvo al sexto día (Konnikova, 2015).


Este experimento demostró que las personas se adaptan rápidamente a los roles sociales que se espera que cumplan, especialmente si son roles previamente estereotipados, como en el caso de los guardias. Es importante mencionar que el ambiente de la prisión fue un gran factor en el desarrollo del comportamiento sadista de los guardias. Por otro lado, los prisioneros cada vez se volvían más sumisos por el hecho de que no importa qué hicieran, los guardias iban a tener la decisión final, por lo que dejaron de responder y empezaron a estar de acuerdo con todo lo que ellos decían.

Los resultados de ambos experimentos son increíbles. Sin embargo, es importante aclarar que los seres humanos no son incapaces de pensar y solamente realizan acciones porque se les dice. Al contrario, para que una autoridad sea obedecida, la persona debe de aceptar que es legítima. La voluntad del individuo de seguir a una autoridad está directamente relacionada con el nivel de identificación que este siente y con la creencia que tiene de que la autoridad está en lo correcto. Por ejemplo, a través de la historia se han justificado las acciones de los líderes Nazis con la premisa de que solamente estaban siguiendo órdenes, como fue el caso de Adolf Eichmann, quien coordinó las deportaciones de los judíos de Alemania y de otras partes de Europa a los campos de exterminación y planeó la deportación detalladamente. En su juicio, en 1961, expresó que no entendía por qué era tan odiado por los judíos, si él solamente estaba obedeciendo órdenes. En su diario escribió que las órdenes, para él, eran lo más importante, y que debía de seguirlas sin cuestionarlas. Este estratega fue declarado sano por 6 psiquiatras, no había ningún tipo de indicio de que su personalidad fue lo que lo llevó a cometer tales atrocidades, lo que ha llevado a investigadores a pensar que su comportamiento fue el producto de las circunstancias sociales en las que se encontró (USHMM).


Sin embargo, es claro que estos soldados estaban conscientes de lo que estaban haciendo, y que se enorgullecían de su trabajo. Es importante destacar que en esa época las órdenes eran bastante ambiguas, entonces, quienes querían alimentar a la causa Nazi debían de ser creativos y trabajar para cumplir las metas del régimen. En el caso de Eichmann, las decisiones que tomó fueron elaboradas por él mismo, y las llevó a cabo porque estaba determinado a consolidar la causa de su partido a toda costa (Haslam, 2012).

El experimento de Stanford también ha sido criticado por la posición que Zimbardo tomó en el proceso. Fue él quien le dio a los guardias la perspectiva general de cómo debían comportarse con los prisioneros al decirles que debían de hacerlos sentir como si sus vidas fueran totalmente controladas por el sistema y que debían hacerlos creer que su individualidad ya no les pertenecía. Algunos de los guardias, al recibir esta información, simplemente utilizaron su imaginación y dejaron fluir su creatividad, lo que fue un gran factor en los resultados obtenidos.

En cuanto al experimento de Milgram, no se trata de interpretar los resultados desde el punto de vista de que las personas responden de forma ciega a las órdenes, sino más bien, desde el análisis de que las personas actúan en relación a lo que creen que es lo correcto. Cuando el experimentador justificó sus acciones en términos del beneficio científico del estudio, los sujetos obedecieron. Sin embargo, cuando el experimentador les dijo que no tenían opción, los participantes se negaron a continuar. Entonces, la influencia que puede llegar a tener la autoridad depende del compromiso de los participantes, y no se trata solamente de acciones que se realizan de forma robótica y automática.

Esta premisa se ve apoyada por el sonado caso de la masacre de Jonestown. En Guyana, en 1978, 912 personas se tomaron un ponche de cianuro, y los que se negaron, fueron asesinados, al seguir las órdenes de Jim Jones, el líder del Templo de Pueblo. El Templo del Pueblo fue un grupo religioso que se fundó en los años 50 por Jim Jones, con el objetivo de constituir el ideal socialista que en esos tiempos era perseguido, en una comunidad donde no existiera ningún tipo de frontera de raza o nacionalidad. Con su capacidad de persuasión y sugestión, los convencía de que él era un "salvador", quien había venido a la Tierra para luchar contra el racismo, la diferencia de clases y el holocausto nuclear (Piqué, 1998). Tras escándalos e investigaciones por parte de las autoridades, en 1974, Jones tuvo la idea de crear una comunidad utópica en Guyana, donde estaría fuera del alcance de quienes quisieran deshacer el grupo y serían libres de construir un paraíso aislado del resto del mundo donde subsistirían de la agricultura.


Sin embargo, con el paso del tiempo, Jonestown se convirtió en una pesadilla de tortura y sufrimiento. Los miembros eran obligados a trabajar jornadas largas, con poco alimento, y eran constantemente humillados. La única forma de sobrevivir era mantenerse en silencio y siempre ser obediente, sino, las consecuencias serían graves. Estaba prohibido estar en desacuerdo con sus ideales; si alguien alzaba la voz ante las atrocidades que cometía, Jones los llevaba a la unidad médica y les inducía un coma, otros eran envueltos con una víbora pitón, los niños que hacían berrinche eran puestos en el fondo de un pozo en la noche, y eran colocados en una caja debajo de la tierra por días enteros (Zimbardo, 2013).


La situación empeoró cuando Leo Ryan, un congresista, viajó a Guyana con el fin de investigar las prácticas de este grupo, pues se rumoraban tragedias por todo Estados Unidos. La visita iba bien hasta que unos miembros le pidieron si podían irse con él, lo que desató el enojo de otros integrantes, que posteriormente asesinaron a Ryan y a sus acompañantes. Jim Jones, intentando huir del crimen que había cometido y proteger a sus súbditos, convenció a la comunidad de que era el tiempo de terminar con todo e ir al paraíso. Entonces, sucedió la increíble escena del suicidio masivo, con los seguidores más fieles haciendo fila para tomar el cóctel de cianuro y jugo de fruta que "El Padre" iba entregando desde su altar en medio de la selva (Piqué, 1998). Todos murieron, incluido Jones, y quienes no estuvieron de acuerdo con el método fueron asesinados a balazos.

Las personas, al llegar a Guyana, no tenían ningún medio de comunicación con el mundo exterior, y es importante aclarar que escapar no era una opción, pues eran constantemente vigilados. Estaban aislados en medio de la nada, lo que los volvió vulnerables ante los mensajes de Jones. Lo que sucedió fue que las personas empezaron a perder su propia identidad y todo lo que hacían era debido al miedo que sentían. Al verse en una situación en donde no se sabía qué hacer, las personas dependieron de las acciones de los demás y del conocimiento de la autoridad en el momento que decidieron tomarse el vaso con cianuro, lo que ocasionó uno de los suicidios masivos más grandes de la historia.


Como vimos anteriormente, la apariencia de una autoridad, por más ilegítima que puede llegar a ser, es un gran influencia en las acciones de grupos de individuos. Por ejemplo, se le da más importancia a una persona cuando tiene un título rimbombante, pues se sabe que para obtener un título, uno tuvo que haber pasado por años de estudio y esfuerzo. Sin embargo, si alguien dice tener un título (sin que sea verdad), probablemente va a ser tratado de la misma manera, y no se le es cuestionado de sus conocimientos en absoluto. El mismo efecto se puede ver presente a través del uso de elementos como la vestimenta. Por ejemplo, hay un estudio que encontró que el utilizar el uniforme de un bombero aumentó la capacidad de la persona de persuadir a un transeúnte de darle cambio a otra persona para que esta pudiera pagar el parquímetro. Por otro lado, al utilizar este elemento a su favor, estafadores han sido capaces de realizar hazañas únicas al adoptar la vestimenta de autoridades, como doctores, sacerdotes, militares y policías. Incluso las personas que portan vestimenta fina, son tratados diferentes, porque reflejan una apariencia de poder y sabiduría (Cialdini, 2001).


Entonces, qué se puede hacer ante fuerzas que influyen nuestros niveles de obediencia de manera casi inconsciente? Primeramente, como propone la “American Psychological Association”, debemos cuestionar qué tan legítima es la autoridad. Uno no se debe permitir realizar acciones con las que uno no está cómodo, porque sino, poco a poco, uno se encontrará atrapado obedeciendo órdenes cada vez más destructivas, lo que lo hace aún más difícil confrontar a la autoridad y aceptar que lo que uno hizo fue incorrecto.

Robert Cialdini (2001) propone dos soluciones alternativas: hacerse dos preguntas. La primera es: ¿acaso esta autoridad es verdaderamente es un experto?  Al cuestionarnos esto, las credenciales de la autoridad se vuelven relevantes, y ahora se es capaz de orientar la decisión en base a la evidencia que se obtuvo sobre el estatus de esta. La segunda pregunta es: ¿qué tan honesto es el experto? En muchos de los casos, hasta las autoridades más informadas no presentan la información de forma honesta, y sin embargo, continúan proporcionando un nivel de confianza impresionante. Este análisis nos permitirá identificar de forma más sencilla si lo que la autoridad propone nos beneficiará o si simplemente es otro mecanismo de manipulación.

Los sistemas establecidos como autoridad surgieron de la necesidad de poner límites dentro de la sociedad. Sin embargo, esta idea ha mantenido un estatus utópico, en el que existen abusos de poder que se alimentan de la confianza que tienen los individuos en figuras distintivas que generan sabiduría, y en mucho de los casos, miedo. Las personas, antes de actuar, deben cuestionar cuáles son las razones por las que van a tomar una decisión, y en vez de dejarse guiar por lo que los expertos del tema proponen, deben de hacer un análisis crítico que los beneficie y no los lleve a formar parte de prácticas manipuladoras. Es importante destacar que en muchos de los casos, las personas actúan principalmente por el miedo a mantenerse vivos o por el miedo a las consecuencias de rechazar ciertas órdenes, como sucedió con los miembros de la comunidad de Jonestown.

Desafortunadamente, la mayor parte de los individuos pertenecen a una sociedad en la cual el concepto de bien y mal está tergiversado. Las personas no son capaces de distinguir hasta qué límites se debe de llegar, ya sea por falta de información y conocimiento, o por el nivel de compromiso que se tiene con alguna causa o idea. Esto lleva a la conclusión de que la autoridad, en la actualidad, se ha vuelto un concepto subjetivo en el cual los límites se definen en base a las creencias y necesidades, tanto la de la figura que la ejerce, como la de quien la sigue. Como dijo Platón, cuando una multitud ejerce la autoridad, es más cruel aún que los tiranos.


Referencias
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Cialdini, R.B. (2001). Influence: Science and practice (4th ed.). Boston: Allyn & Bacon.
Dittmann, M. (2003). Lessons from Jonestown. American Psychological Association. Recuperado el 1 de julio de 2016 de: http://www.apa.org/monitor/nov03/jonestown.aspx
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Konnikova, M. (2015). THE REAL LESSON OF THE STANFORD PRISON EXPERIMENT. The New Yorker. Recuperado el 1 de julio de 2016 de: http://www.newyorker.com/science/maria-konnikova/the-real-lesson-of-the-stanford-prison-experiment
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Milgram, S. (1963). Behavioral study of obedience. Journal of Abnormal and Social Psychology, Vol. 67, pp. 371-78.Milgram, S. (1974). Obedience to authority: An experimental view. New York: Harper & Row.
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Savater, F. (1992). Política para amador. Ariel: España.
Zimbardo's Stanford Prison Experiment. Psychologist World. Recuperado el 1 de julio de 3016 de: https://www.psychologistworld.com/influence_personality/stanfordprison.php
Zimbardo, P. (2003). On the transformation of Jim Jones: From God’s minister to the Angel of Death. Alternative Considerations of Jonestown & Peoples Temple. Recuperado el 1 de julio de 2016 de: http://jonestown.sdsu.edu/?page_id=33244




jueves, 24 de noviembre de 2016


Después de haber publicado mi primer artículo sobre mi experiencia con una enfermedad mental, recibí un par de mensajes de personas batallando con vivencias similares, las cuales no podían ni explicar ni entender. Sin embargo, algo me llamó la atención. De los testimonios que escuché, había un elemento en común: su círculo cercano, especialmente la familia, al escuchar por lo que estaban pasando, simplemente se burlaron e hicieron comentarios como “no digas estupideces” o “no seas exagerado/a”. Peor aún, al pedir apoyo para ser llevados con un psicólogo, respondieron que eso es “para locos” o “los problemas mentales no existen, todo es un invento tuyo”.  

Yo recuerdo perfectamente días en los que simplemente no podía conmigo misma y no era capaz de levantarme de la cama porque era demasiado grande el miedo a enfrentar el día. Y en esas veces, mi familia me criticó por ser “floja”, por “desperdiciar mi vida” y ser “no productiva”. Uno crece escuchando comentarios como: “todo está en la mente” o “deja de ponerte excusas”.


Estos comentarios me lastimaban. Estaba frustrada porque no entendía qué era lo que me hacía sentir así. Tenía la idea de que algo en mi persona estaba terriblemente mal por no poder simplemente dejar de estar triste de un segundo para otro, como los demás. Quería controlar mi mente, pues las personas a mi alrededor hablaban de ello como si fuera lo más sencillo. Quería dominar mis pensamientos repetitivos, quería suprimir esa voz que no dejaba de pisotearme. Pero no podía, y eso tenía que ser mi culpa, pues no tenía la fortaleza suficiente para lograrlo.

Las pocas veces que atreví a desahogarme, solo escuchaba: “ánimo”, “hay personas pasando por cosas mucho peores que tú”, “así es la vida”, “puede ser peor”, “eres fuerte, tú puedes”. Y lo peor de todo es que estas conversaciones siempre terminan sonando como “todo está en tus manos, si en verdad quieres ser feliz, tienes el poder de hacerlo tú misma si te lo propones”.

Sin embargo, e irónicamente, no pude hacerlo yo misma. No estaba todo en mis manos. Y cada día era peor que el anterior. Y tenía miedo de hablar. Me sentía como un estorbo para los otros. Otra vez yo con mis problemas, otra vez yo con mi negatividad y mi falta de capacidad de agradecer todo lo bueno de mi vida.  Tenía miedo de hablar porque no podía tomar control sobre mis emociones, por lo que preferí quedarme callada y dejar que mi tristeza me exprimiera hasta la última gota.


Al recibir mi diagnóstico, lo primero que hice fue llegar a mi casa y escribir en google “qué es el trastorno obsesivo compulsivo”. Yo también tenía la idea de que las personas con ese desorden limpiaban exageradamente por miedo a los gérmenes y que si no tenían todo bajo cierto orden se volverían locos. Yo, así como muchos, también viví mucho tiempo creyendo a ciegas en los estereotipos relacionados con la salud mental.

Y ahora yo era parte del club. ¿Significaba entonces que estaba loca? ¿Qué me depararía el futuro? Estaba segura que nadie querría ser mi amigo y que iban a querer distanciarse de mí porque les daría miedo convivir conmigo. Yo también tenía miedo. Entonces, decidí que lo mejor era mantenerlo en secreto y actuar como si todo estuviera perfectamente bien, cuando el caso era todo lo contrario.


Esto cambió algunas semanas después. Estaba de vuelta en casa, e iba en camino a pedir una segunda opinión sobre mi diagnóstico. A los 15 minutos de la consulta, fui mandada de emergencia a un psiquiatra. Iba en el carro con mi mamá, y en eso, ella recibió una llamada. Contestó, y era una de sus alumnas (mi mamá es maestra de piano) preguntando sobre el horario de la clase de ese día. Ella respondió que no iba a poder llegar a tiempo porque: “tengo que llevar a mi hija al dentista ahorita”.

Ahí fue cuando me di cuenta que, no solo yo estaba avergonzada de mi situación, sino que también mi familia tenía miedo de que otros supieran que estaba enferma de la cabeza. ¿Por qué? Porque este tipo de cosas solo le pasan a los demás y no a nosotros, por lo que debe mantenerse bajo las sombras.

Fue en ese momento que decidí que no iba a dejar que los demás me vieran como un espécimen. No iba a tolerar la discriminación por algo que no era mi culpa. Yo no escogí estar enferma.  Así como un diabético no es capaz de regular sus niveles de insulina por voluntad propia, yo no puedo regular mis niveles de serotonina. Yo no pedí esto. Simplemente sucedió.


Cuando empecé a aceptar mi enfermedad, también la comencé a tratar como lo que es: solo una enfermedad. Afortunadamente, mi familia hizo lo mismo. Nos informamos, le hicimos todas nuestras preguntas a profesionales, y trabajamos en equipo para ayudarme a salir adelante.

Sin embargo, este no es el caso para todas las personas. El tabú relacionado a una enfermedad mental sigue siendo demasiado fuerte, lo que lleva al estigma. El estigma se trata de toda actitud y creencia que lleva a una persona a rechazar, evitar y temer a aquellos a quienes perciben diferentes. En este caso, cuando se piensa en “enfermo mental”, se piensa en una persona mala, peligrosa e inestable.

Tomemos en cuenta que para todos es sumamente difícil entender lo que no somos capaces de explicar. Si de la nada llegas con un miembro de tu familia, con la noticia de un diagnóstico que incluye las palabras “desorden mental”, lo primero que van a hacer es rechazarlo y rechazarte a ti. Es una reacción natural. Y es una reacción que afecta en gran parte a quien está padeciendo la dificultad.

Idealmente, esperaríamos que fuera nuestra familia la que más nos apoyaría e hiciera el esfuerzo de ayudarnos, pero ese no siempre es el caso. Sin embargo, no debemos sentir rencor hacia ellos, pues eso no va a mejorar la situación en absoluto, solamente la empeorará. Veámoslo como es: una falta de comprensión o una falta de empatía. La verdad es que nadie lo entiende al menos que también lo haya vivido, entonces, ¿cómo culparlos?

El que alguien no comprenda qué es la depresión o en qué consiste un desorden mental no significa que no le importamos. Son sus opiniones, y por “x” o por “y” piensan de esta manera. No se tiene la capacidad de entender el concepto, pues no es algo que hayan experimentado. Para ellos, entonces, es una realidad compleja y confusa, y es más fácil evitarla y actuar como si no existiera el problema. No es la mejor reacción, pero sigue siendo una reacción humana, y aunque duela, natural.
¿Qué hacer entonces? Primeramente, no podemos imponerles nuestro punto de vista. Es exactamente igual que los fanáticos religiosos que quieren que a fuerzas pensemos de la misma manera que ellos; solamente nos llevará a mayor rechazo.

Sin embargo, pienso firmemente que es importante hacer el intentó de comunicar qué es lo que sentimos y entablar conversación con el objetivo de responder las preguntas y desmentir los mitos que la persona tiene entorno a la salud mental. El diálogo es el punto clave. Es esencial expresarse detalladamente, e intentar que el otro se ponga en nuestros zapatos. Pero no puedo prometer que esto va a funcionar, pues cada persona es un mundo de ideas y opiniones que se han ido formando por diversas razones, y solo el tiempo dirá si cambian de parecer.
Por más duro que sea, no siempre vamos a poder contar con nuestra familia para poder salir adelante. Lo que sí podemos hacer es enfocarnos en las personas que sí entienden y crear una red de apoyo entorno a ellas. Debemos rodearnos de seres queridos en los que podamos contar no importa la hora y el momento. Es mucho más fácil que estar desgastando nuestras energías en personas que no van a cambiar de opinión.

Salir adelante requiere paciencia, amor, comprensión y apoyo incondicional. Debemos entender que uno no puede solo, que así como cualquier otra enfermedad, se requiere tiempo y tratamiento para que la persona pueda estar sana otra vez.

A todos ustedes que siguen escondiéndose en las sombras, no están solos, aunque se sientan como la persona más solitaria del mundo. Hay ayuda. Hay apoyo. No tengan miedo de hablar. Si alguien los rechaza, intenten de nuevo. Se sorprenderán de la cantidad de personas a su alrededor que están pasando por lo mismo que ustedes, y que al igual, tienen miedo. Entablen el diálogo. Inicien la conversación. Una vez que tomen ese paso, los problemas con los que están cargando se volverán más ligeros. Porque no necesitamos que alguien nos resuelva la vida, sino necesitamos que alguien esté a nuestro lado mientras nosotros mismos la resolvemos.

Gracias y hasta pronto.

Ella y yo
Alejandra Cerecedo Reyna
 
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